A mi madre y a mi hermana, las mujeres de mi vida. Gracias por enseñarme, cada día, a ser hombre. Os quiero mucho.
Nacho, ¿estás con una niña para quererla o estás con una niña porque la quieres?
En el Tutatis anterior (link debajo) discurríamos sobre el profundo deseo que todos reconocemos de acoger la realidad tal cual nos es dada. A la luz de este tema quisiera hoy abordar otra cuestión que encuentra cabida en él y que lleva rondando mi cabeza unos cuantos meses. Y es que de entre las parcelas de la realidad que más me cuesta acoger sin tratar de manipular o controlar destaca sin duda una: el amor, y más concretamente, (los procesos con) las niñas.
El caso es sencillo: no hay corazón humano que no desee, profunda y ardientemente, amar y ser amado. Es una experiencia compartida y universal que no admite excepción. A más consciente que uno es de este deseo, más necesita darle cumplimiento. No es que la intensidad del deseo aumente, sino que descubrir que está ahí y que vertebra toda la existencia nos pone ante una verdad de la que no podemos escapar: he nacido para esto, estoy hecho para amar. No es, por tanto, un mero anhelo. Es una vocación, una fuente de sentido. Más bien, es la fuente de sentido. Asimismo, aunque podría quedarse en un “estoy hecho para amar” genérico, lo cierto es que todo corazón busca experimentar un amor esponsal: libre, total, fiel y fecundo. El corazón de cada hombre y de cada mujer quiere, además de amar en genérico, amar en concreto y de forma exclusiva a un otro sexuado y opuesto.
He aquí lo problemático del asunto. En general, enamorarse es un proceso razonablemente sencillo y natural en tanto en cuanto participamos en él como sujetos pasivos. Es decir, se trata de algo que nos pasa y para lo cual no se exige de nosotros ninguna aptitud especial. Sin embargo, seguir la pista del enamoramiento y entablar relaciones de intimidad –en sentido amplio– pronto se descubre como fuente de conflicto. No tarda en hacerse evidente que la libertad del otro me hace sufrir. Surge la tentación de la que hablábamos el lunes pasado: ojalá la realidad –el otro– fuera así o asá. Ojalá pudiera cambiarle. Ojalá fuera distinta. Ojalá, en definitiva, fuera como yo quiero que sea. Damn Daniel, back at it again. A la primera de cambio te olvidas de tu noble propósito de acoger y agradecer y pasas al choque frontal contra lo real. Con todas las de perder, por cierto.
La relación –cualquiera– deja de ser idílica más pronto que tarde. “Los descosidos de las personas, de las relaciones y de las situaciones de la vida se presentan demasiado evidentes y lacerantes, y lo que empezó como un susurro provocador ha mutado en una certeza aparentemente imparable: las cosas deberían ser de otra manera”, como decíamos el otro día. El mismo movimiento que me empuja a buscar al otro me lleva a huir de él cuando experimento que su libertad, de alguna forma, me duele. “El ideal imaginario de lo que anhelamos: que el otro sea fuente permanente de satisfacción, choca insistentemente con la dura verdad” dice el profesor Barahona en Sobre el amor en tiempos incrédulos. Por más que esté enamorado de ti e, incluso, por más que te quiera, sufro porque escapas de mi control. Sufro porque, aunque has elegido tener que ver conmigo, eres fundantemente ajena o ajeno a mí. Eres otro universo.
Aparecen entonces las rivalidades: el otro en tanto que otro presenta una invitación radical a la acogida y a la donación mutua, pero también un arduo camino de renuncia y humildad. Puedo desnudarme y reconocer mi fragilidad y mi indigencia, o puedo protegerme y rivalizar. Aunque san Pablo diga que el amor no es envidioso (1 Cor. 13,4), “la realidad es que sentimos al otro como potencial amenaza a nuestra libertad, al tiempo que envidiamos la suya” (ibid). El amor, sin embargo, pide amar más la libertad del otro que nuestra forma de ver el mundo.
Cuando uno hace experiencia de esto –que el otro no sólo no sacia completamente mi deseo de ser amado sino que además me hiere con su libertad– la tentación es protegerse, acorazarse. Adoptamos mecanismos de defensa para no “equivocarnos” de nuevo, para maximizar las probabilidades de acertar en la siguiente relación. De entre todas estas estratagemas quiero centrarme hoy en una muy popular entre la soltería católica: la famosa checklist.
Del sano hábito de conocer las propias necesidades afectivas hemos pasado a una situación que casi roza el ridículo, véase: una especie de actitud evaluativa constante ante las personas –solteras– del sexo opuesto. Se trata, como decía, de una entre tantas formas de rechazar la realidad. Ojo, no por ello estoy diciendo (1) que no sea importante –es más, fundamental– conocer qué es lo que uno quiere de cara a una relación, ni (2) que aunque lo que tengas delante –la realidad, el otro– no te atraiga debas darle una oportunidad de enamorarte. Nada de eso. Tan sólo quisiera advertir de los peligros que se esconden en esta checklist, a priori tan cómoda y tan pía.
No se piensen que servidor no sufre de este síndrome del soltero católico. Lo sufre y mucho. Quizá por eso me atrevo a hablar de él.
Confundimos multitud de veces esto de la checklist con otro concepto muy manido en los ambientes cristianos (aunque seguro que también lo es en otros): los no negociables. Ignorarlos es estúpido. Más claro no puedo decirlo. Si no sabes a dónde vas cualquier camino te sirve, y todo apunta a que fracasarás en tu aventura. Pero estos innegociables no surgen de una rebuscada y compleja reflexión racional, ni tampoco se escogen como productos de un catálogo. Los no negociables se decantan naturalmente cuando uno descubre en lo más profundo de sí la vocación al amor esponsal que mencionábamos antes. Insisto, no reconozco mis no negociables después de un arduo proceso intelectual sino que se descubren ante mí de forma cristalina tras experimentar –y digo experimentar y no simplemente pensar o ser convencido por– una certeza interior que me es regalada por Otro y que por ello me supera: que estoy hecho, que estoy llamado (de ahí la vocación) a amar y ser amado de una forma muy concreta (fiel, total, libre y fecundamente). Cualquier otro tipo de amor podrá granjearme más o menos satisfacción (de veras que no lo dudo) pero siempre acabará desvelándose como un mero sucedáneo de lo que mi corazón en realidad quiere.
Por ello, los no negociables surgen y se viven de forma absolutamente orgánica y coherente con el descubrimiento de una vocación humana universal (amar y ser amado esponsalmente) aplicada a mi vida concreta. No son algo que yo me propongo descubrir o conseguir. Eso sería fragmentario, esquizofrénico incluso. Son, al fin y al cabo, esos raíles lógicos sobre los que querré construir mi noviazgo-matrimonio. Son, por tanto, pocos y amplios, a la par que inflexibles. Uno de ellos puede ser, por ejemplo, que la persona en cuestión quiera formar una familia (pues deseo un amor fecundo). No puede serlo, sin embargo, que tal o cual persona quiera tener tres, cuatro o seis hijos. Poco flexibles (e.g. es imprescindible para mí que quieras formar una familia) a la par que amplios (e.g. sin tener por qué definir ya cuestiones ulteriores y providenciales como, por ejemplo, el número de hijos). Es un ejemplo sencillo pero creo que se entiende. Los no negociables, en definitiva, penderán siempre de las cuatro patas de mi deseo-vocación: la libertad como motor del amor, la entrega total de la persona como su manifestación, la fidelidad como su custodia, y la fecundidad física (hacia fuera de los esposos: los hijos) y espiritual (hacia dentro: renovación del matrimonio por la Gracia) como su vocación más alta. Por eso han de ser pocos e inflexibles, pues son la base de un proyecto que aunque aún genérico es un algo muy concreto, y lo suficientemente amplios para poder acoger la realidad que se nos regala sin ahogarla ni agotarla en prejuicios reduccionistas.
La checklist, aunque en un principio parte de estos innegocibales, acaba por pasarse de frenada. Del “poco y amplio” pasa al “mucho y concreto”. Claro que ya no se está siendo coherente con la vocación reconocida sino que hemos entrado de pleno en el mundo del capricho y de la exigencia. De “que sea una persona familiar, que me respete o que conozca a Jesús” se pasa, y la línea es muy delgada, al “que estudie en esta universidad o que curre en estos sitios, que gane tanto dinero, que venga de tal entorno, que cace, que juegue al golf, que le guste la lectura” e incluso al “que sea alto, que sea rubio o que sea más mayor que yo”. Todo, por supuesto, imprescindible y crucial para vivir un amor esponsal. Y es que es muy suculenta la tentación de acotar, de delimitar, de controlar la realidad según nuestros caprichos. Porque sí, una cosa es el anhelo, el deseo profundo, y otra el capricho.
Lo que se esconde detrás de esta actitud checklistera es un miedo atroz. Estás –estoy– cagado de que la realidad nos venga por otro lado. En el fondo no me fío de que hay una mano providente detrás de todo lo que sucede. O digo que confío pero a la hora de la verdad soy incapaz de soltar mis barandillas, mis esquemas. Detrás de mi –de la mía, de la de Nacho Artero– checklist está el pánico a que mi historia no sea lineal, de que la persona con la que empiece un noviazgo no acabe siendo la madre de mis hijos. Detrás de esa lista de control se esconde el temor a que el amor vuelva a doler, a volver a sufrir, a que me vuelvan a romper el corazón. Detrás de ella se disimula también al tipo inseguro y herido que no quiere volver a usar ni volver a ser usado, que no quiere que su nombre se conjugue en pasado en la vida de alguien a quien quiso. Detrás, en definitiva, de esta checklist, está el hombre que quiere amar en libertad y en verdad pero que no sabe cómo hacerlo, y que engañado por la serpiente no se fía de su Padre y opta por tratar de imponer su molde sobre los demás. Detrás de cada checklist hay un hombre o una mujer que se protege por miedo pero que se muere por vivir, y amar, a pecho descubierto.
Tras cada checklist hay una autoexigencia desmedida que, ante la frustración propia, necesita volcarse en los demás como vía de escape. Cabría preguntarse si detrás de cada checklist no hay un corazón que, en el fondo, no se acepta, que no se acoge, que no se quiere del todo. Un corazón que le pide a los demás que sean lo que él quisiera ser pero no es. Tiene sentido: me exijo perfección y al no alcanzarla esa exigencia provoca una frustración y un medio tremendo que traslado al otro en forma de más exigencia (la checklist). En lugar de relacionarme desde la sobreabundancia del Amor lo hago desde la carencia, desde la necesidad de que otro complete con su perfección lo que mi limitación no me permite completar. En el fondo no estoy sino buscando en la perfección ajena una protección ante mis propios demonios, ante mi propia limitación a la hora de amar.
Lo que me ayuda a escapar de esta trampa de falsa seguridad son las miradas de misericordia presentes en mi vida, que no son sino espejos de Su mirada misericordiosa. La checklist tiene un punto de soberbia, de mirar a los demás por encima del hombro, de ir de acreedor por la vida como si los demás me debieran algo. Esta (o este) sí, esta no. Aplico mi horma a una historia infinitamente más densa y más rica en matices y sorpresas de lo que mi orgullo jamás me permitiría haber reconocido, y me quedo tan ancho. Como si esta lista fuera la buena y concentrase la Verdad sobre lo que las personas deberían ser. Como si esa mentirosa lista no estuviera sesgada a más no poder por mis prejuicios y por mis heridas. Pero siempre hay una Mirada en otra mirada que te rescata de ti mismo, de tus esquemas y de tus castillos en el aire. Cuando menos pienso merecerlo llega Alguien y me quiere y en el reflejo de sus pupilas que me miran se me regala la visión más verdadera sobre quién soy.
La experiencia de la Misericordia no te deja indiferente. Ser misericordiado, saberte misericordiado, conduce de forma orgánica a ser misericordioso. Y no hablo de ser misericordioso al estilo de ir “perdonando la vida” a los que están a nuestro lado. Experimentar el Amor así, justo cuando uno no cree merecerlo, te enfrenta a dos verdades. La primera: la realidad de mi propia miseria. Hay mucho en mí –quizá demasiado a ojos del mundo– que necesita ser rescatado, curado, transformado. Siendo así, ¿quién querrá quererme? La segunda: que es ahí, en tu barro, donde el Amor llama a tu puerta y te rescata, te cura y te transforma. Justo ahí Alguien me recuerda que soy precioso a sus ojos así, que no quiere mis méritos, que es bueno que exista porque sí. La propia miseria no es, al contrario que lo podamos a veces pensar, obstáculo para el amor; al contrario: es su abono, la condición necesaria para que éste pueda brotar y darse. De lo que sigue que si mi miseria es reclamo de la Misericordia, tanto lo será la miseria del prójimo, sea cual sea y sea quien sea. Lejos de ir perdonando la vida a diestro y siniestro, ser misericordiado me lleva a querer afirmar a cada persona en lo valioso y precioso de su ser.
Así, ya no veo a las personas –a las niñas– como “aptas” o no atendiendo a mi molde, a mi checklist. He sido rescatado cuando menos lo merecía, ¿cómo voy a seguir mirando así? De ir de acreedor por la vida uno pasa, por Gracia, a reconocer en cada persona y en cada minuto que nos dedican un regalo absolutamente inmerecido. A uno casi le da por pensar: ¿pero acaso sabes toda la mierda que hay dentro de mí? Y no lo piensa de forma victimista, sino desde la incapacidad de acostumbrarse a un Amor que sale a su encuentro en cada instante y que no reclama méritos ni logros. Ya no es que sea amado a pesar de mi miseria, es que soy amado en ella. Ya no es que nadie me deba nada, es que yo lo debo todo.
Pasa uno, soltero católico y afectado de forma ocasional por el síndrome del soltero católico, a dejarse sorprender por la realidad, que es tierra fértil para el enamoramiento genuino. La checklist, aunque nos cueste admitirlo, nos aboca a reducir a los demás a sus rasgos y por tanto a hacer del enamoramiento (que alguien te atraiga, que después te guste y que luego empecéis un camino de conocimiento mutuo) lo que no es: un proceso racional y reflexivo. En lugar de aceptar la posibilidad de ser atraído por una niña de forma natural, el checklistero medio se embarca en un arduo –e irreal, en tanto que despegado de la realidad– camino de autoconvencimiento, de pros y de cons, de examen ridículo buscando determinar algo que nunca va a resolverse así: si la niña le atrae y le gusta lo suficiente como para poder dar otros pasos. El problema es que claro, cuando uno coge inercia tras reconocer sus innegociables y entra en el mundo checklist, el proceso es imparable. Ya que estamos lo pedimos todo, no vaya a ser. Es lo que pasa cuando entramos en el campo de lo accesorio: las jerarquías se difuminan, lo verdaderamente importante desaparece y los límites dejan de tener sentido. Si nos hubiéramos quedado en el reino de lo esencial, nada de esto habría pasado.
Lo que debe comenzar de forma más o menos irracional –el enamoramiento es, y debe ser, una especie de enajenación mental transitoria– se sistematiza y se regla, y el resultado no es otro que el esperado: no te enamoras de nadie porque nadie es suficiente. E incluso cuando alguien es objetivamente apto según la checklist, subjetivamente suele ser un fracaso estrepitoso porque seguramente no me guste. En lugar de ser un sujeto pasivo que es descubierto por otra mirada que te cautiva, uno pasa a buscar a una niña o a un niño. Como si pudieran buscarse esas cosas. Y lo hace teniendo en cuenta los rasgos del otro como principal –si no único– criterio. Como si los rasgos pudieran definir a una persona y condensar una vida. Como si los rasgos no pudieran cambiar con el tiempo. En lugar de discernir lo que lo real provoca en mí y actuar en consecuencia, me monto mis películas sobre un sustrato que es pura fantasía. No estoy mirando a la persona a los ojos, sino reduciéndola a unas categorías que estimo adecuadas y definitivas. Se me ocurren pocas cosas menos católicas.
Por eso el proceso de enamoramiento es necesario. Porque te descentra, te saca de ti mismo y de tus esquemas. Te saca de tu checklist. De repente, sin saber cómo, la realidad te golpea, te hiere, te afecta profundamente sin que puedas resistirte demasiado. Luego habrá que aplicar un factor de corrección y discernir, a la luz de los no negociables y de otras cosas, si seguir adelante o no. Pero al menos ha pasado algo. Si todo consistiese en un proceso centrado en el “yo” –en mis hormas, esquemas y caprichos– nadie saldría con nadie porque no sale a cuenta. Que un hombre y una mujer se quieran es tal locura que necesita de un chispazo irracional que oculte lo insoportable del otro para poder echar a andar juntos. Ir con la checklist a priori hace imposible cualquier avance con nadie, pues al aplicar el factor de corrección desfasado antes de tiempo, la limitación de la otra persona sale a la luz demasiado pronto y la idea de que “no merece la pena” se instala en nuestros imaginarios.
Los checklisteros medios, y aquí termino, solemos caer en la trampa de enamorarnos más del ideal de perfección que representa nuestra checklist que de la persona que realmente tenemos delante. De hecho son cosas mutuamente excluyentes: quien se enamora de un ideal jamás podrá sorprenderse ante lo real pues nunca “dará la talla” versus el modelo, y quien es capaz de, con los pies en el suelo, enamorarse de una persona de carne y hueso estará prevenido de ideales mentirosos y reduccionistas. Nos suele pasar que más que dejarnos sorprender, buscamos. Buscamos un patrón, una lista de rasgos con patas, y nos perdemos a las personas, sus historias, y todos los matices que esconden un regalo del que, en el fondo, tenemos tanto miedo como ganas.
Servidor era un checklistero medio a tiempo completo hasta que mi padre, un día, me hizo una pregunta: “Nacho, ¿estás con una niña para quererla o estás con una niña porque la quieres? Piénsatelo bien: el amor no puede ser una reflexión”. Desde entonces estoy transicionando de checklistero medio a tiempo parcial a disfrutón que acoge y agradece. Poco a poco y siempre a la luz de Su mirada misericordiosa.
Con mucho cariño,
Nacho